jueves, 12 de enero de 2012

Algo de dos.

Pongamos que hablamos bajo un sol de Madrid a mediados de julio.
Él fue huracán y ella fuego. Ella mayor, él más pequeño.
Eran dos extraños, dos desconocidos.
Pronto parecían dos amigos, dos razonables parecidos.
Fue corto pero suficiente. Fue brutal, fue inolvidable. Fue un recuerdo teñido de sonrisa y ojos expectantes.
Era tiempo ganado, a la vez, tiempo perdido.
Y aquellos días de luz terminaron con la marcha de él, y los ojos llorosos de ella.
En un abrazo soltaron todo el calor que desprendían. Y él se fue, sin saber si la vida los volvería a dar la oportunidad de encontrarse, aunque sólo fuera en el café de la esquina, un viernes por la tarde, después del partido de las seis.
Él quería, ella quería aún más, él recordaba, ella no olvidaba. Y sin darse cuenta, con una mochila cargada de nostalgia el tiempo pasó, y caprichoso como es, se alió con la distancia, y todo se esfumó, como quien fuma un cigarro a la puerta de un bar de barrio, borrando de un plumazo toda la grandeza de ese amor.
No volvieron a encontrarse, ni al día siguiente, ni al otro más.
Se esquivaron y encontraron un camino de ida.
Hicieron la vista gorda, intentando ocultar sus sentimientos como quien esconde la basura debajo de la alfombra.
Pero exactamente como eso, la basura y los sentimientos guardados siempre salen, antes o después, de una forma o de otra, sin querer o queriendo.
Ella daba pequeños pasos, él dio el gran paso.
Olvidaron los odios y rencores, y volvieron a empezar, retomando algo que nunca jamás deberían de haber dejado marchar.
Él feliz por su camino, ella encontrándose poco a poco en el suyo.
Y no necesitaron nada más. Todo seguía allí, como si alguien lo hubiera guardado en el fondo de un cajón, la confianza, el cariño y la amistad que un día los unió. Allí estaban. Y con eso bastaba. Bastaba una simple sonrisa de vuelta, una mano al final del brazo, una carcajada a deshoras y un par de canciones para recordar a eso de las once, que sonaran de camino al colegio en el modo aleatorio de sus móviles.
Bastaba meterse en la cama y saber que sin duda esa persona estaba allí. Volvía a estar allí.
Bastaba coger el camino de vuelta y volver al lugar que les vio partir.
Y así volvieron a encontrarse, volvieron a encontrarse a sí mismos, con los mismos pelos alborotados y la sonrisa en la boca. Con sus locuras y manías, con sus bromas y preocupaciones, con sus aciertos y sus meteduras de pata, con sus virtudes y sus fallos, con sus fuerzas y sus debilidades, con sus notas y sus supensos, con sus goles y tropiezos, pero ¿y qué importaba? Volvían a estar juntos, volvían a ser amigos, volvían a soñar.
Y así volvieron a cruzarse sus miradas, aquellas que un día quemaron.
Y así, así se escribe la historia, sin un principio buscado y con un final aún no encontrado.



Y por si te pasa alguna vez, recuerda, que las princesas no existen, ni los príncipes vendrán a rescatarte de tu letargo. Que a veces es un querer y no poder, y otras veces un poder y no querer. Que la vida es un sí pero no, un no pero sí, un me levanto ya o me quedo durmiendo cinco minutos más, un café con leche o una leche con galletas. Y que cuando dejas de buscar, cuando te das cuenta de que todo se acabó, de que se fue, de que ya no hay más, cuando tocas el polvo de ese sueño, de esa estrella, algo dentro de ti se desvanece para luego hacerte volver a vivir, algo incluso mejor que lo un día, sin querer, dejaste ir.
Tú lo llamas casualidad, yo lo llamo destino. Así que venga, escribe los acordes de tu destino con letras grandes y que el mundo entero vea y sepa que lo mejor está por venir, no lo dejes, no lo abandones, algún día te darás cuenta de lo bonito que es estar así.



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